Se la trajo un barco de unos balleneros.
La encontré en el puerto un amanecer,
cuando junto al faro sobre un cubo viejo,
sus cuarenta arrobas dejaba caer.
Era grande y rubia como una mazorca,
su pecho de vaca como un camión,
y en su boca larga, tenía dos bigotes,
lo mismo que un guardia de circulación.
Y ante dos litros de aguardiente
se me plantó en el mostrador,
y fue bebiendo lentamente
hasta acabar con el bidón.
Mira mi brazo tatuado
con los recuerdos de un café.
Esto que ves junto al sobaco
es el retrato de mi Andrés.
El tío granuja me pegaba
con la correa de un tirapiés,
y para siempre voy marcada
desde el tobillo hasta el tupé.
Se piró una tarde, con rumbo ignorado,
en un mercancías que llegó hasta aquí,
pero entre sus dedos, se llevó enredado
mi reloj de oro, porque no le vi.
Y loco la busco por todos los puertos,
a los marineros le explico quién es,
y algunos me dicen, que me vaya al polo,
porque allí hay ballenas
para parar un tren.
Y voy andando entre la gente
sin mi cadena y mi reloj,
y menos mal que no vio un diente
que con un puente tengo yo.
Tengo un zapato tatuado
sobre los dedos de mi pie.
La muy ballena me ha pisado,
y calza un ciento veintitrés.
Quizá la gorda me ha olvidado,
en cambio yo no la olvidé,
y hasta que no la haya encontrado
nunca sabré la hora que es.
Escúchame marinero, y dime,
¿no la has vuelto a ver?
Tenía la cara de un pandero
y andaba como un chimpancé.
Mira el tacón de su zapato
clavado aquí sobre mis pies.
Si te la encuentras, marinero,
no pares nunca de correr.